Desde el inicio de nuestra existencia como especie, los humanos hemos dependido de nuestra conexión con la realidad para poder sobrevivir y triunfar. Para nuestros ancestros esto significó que tuvieran que volverse altamente sensibles a su entorno y ser capaces de percibir cualquier cambio en el clima, de anticipar la presencia de depredadores, de reconocer dónde había oportunidades de encontrar alimento. Tenían que estar atentos, alertas y pensando continuamente en lo que el entorno les trataba de decir. En una atmósfera semejante, con tanto estrés y con la vida o la muerte como consecuencia ante cualquier descuido, el cerebro humano evolucionó como un instrumento capaz de ayudar a los individuos no sólo a detectar peligros, sino también a controlar poco a poco ese entorno traicionero. En el momento en que nuestros ancestros se volvían hacia el interior de ellos mismo y se entregaban a sus deseos y fantasías, la realidad los castigaba severamente por sus delirios y sus malas decisiones.