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Fantasia (1940)
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Fantasia (1940)
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Walt Disney Studios había logrado un éxito sin precedentes con su primer largometraje, Blancanieves y los siete enanitos (1937), entusiasta acogida que le animó a emprender nuevas producciones de larga duración. La segunda fue Pinocho (1940), que seguía en la senda de adaptar cuentos europeos. La tercera, Fantasia, es en cambio un asunto muy diverso.
Su génesis fue el segmento The Sorcerer’s Apprentice (El aprendiz de brujo), originalmente concebido como un corto para relanzar la popularidad de Mickey Mouse. Sin embargo, en vista de que su coste se disparó y hubiera sido imposible recuperarlo como cortometraje independiente, Walt Disney decidió incluirlo en una película basada en la misma idea: aunar animación con piezas de música clásica. La misma que llevaba tiempo explorando en la saga Silly Symphonies.
Aún con el éxito de Blancanieves y los siete enanitos, es admirable que el estudio propusiese un proyecto de naturaleza experimental y de enfoque vanguardista, pues una cosa era realizar cuentos de hadas y otra que el público acudiese en masa a ver una obra tan singular. Y el caso es que inicialmente fue un fracaso que solo recuperó la inversión, décadas después, gracias a los reestrenos que Walt Disney Studios realizaba regularmente de sus films. Lástima que la tibia respuesta comercial truncara una vertiente más osada del estudio que, Pixar aparte, se echa de menos en el Disney actual.
Fantasia comienza presentando a la orquesta con una versión orquestal de ‘Tocata y fuga en re menor’, de Johann Sebastian Bach. Inicialmente vemos las diferentes partes de la orquesta en un fragmento que puede servir como material didáctico para los profesores de música de primaria y secundaria. Tras unos minutos, asistimos a una pieza de animación abstracta de lo más sugerente.
A partir de entonces, la película mantiene siempre la misma estructura: el crítico y compositor Deems Taylor presenta el fragmento que vamos a ver y da paso a la orquesta, que dirige Leopold Stokowski. En ocasiones las introducciones de Taylor son redundantes porque la animación no precisa de explicación, pero vienen bien para separar los segmentos, aportar variedad y arrojar luz sobre las más conceptuales piezas.
El segundo segmento es ‘El cascanueces’, de Piotr Ilich Chaikovski. La animación combina hadas y otras criaturas fantásticas con imágenes de la naturaleza que muestran los cambios de estación. No es el más aventurado desde un punto de vista artístico pero es, junto con el que le sigue, el que más posibilidades tiene de agradar a los niños.
Ese tercer fragmento es el más popular, ‘El aprendiz de brujo’, de Paul Dukas, un alarde de imaginación con Mickey Mouse como ese brujo inexperto que pierde el control de una obediente escoba a la que acaba de dar vida. La música y el movimiento están tan bien sincronizados que, una vez más, crea la ilusión de que la banda sonora fue creada a posteriori.
Le sigue ‘La consagración de la primavera’, de Ígor Stravinski, la más vanguardista de las composiciones incluidas, que está justamente acompañada por la más ambiciosa de las animaciones. Es un relato que condensa la creación de la vida, desde las criaturas unicelulares hasta los dinosaurios, y que saca un enorme partido de la amplitud dinámica y tonal de Stravinski. Este es el tipo de segmento que explica por qué el film no fue un éxito, pues al público infantil es poco probable que le entusiasme una propuesta así. En cambio, para nosotros, adultos amantes de la animación, es una delicia.
El quinto segmento, apoyado en la conocida como “Sinfonía Pastoral” de Ludwig van Beethoven, parece al inicio uno de los más infantiles. Sin embargo, progresivamente se va convirtiendo en una bienvenida celebración de la vida y del hedonismo -no falta el Dios Baco-. Además, incluye desnudez, algo inusual en Disney, aunque los pechos de las centáurides no tienen pezones -no se vaya a escandalizar alguien- y son rápidamente tapados con flores. Eso sí, junto con el baile o la bebida, parece que también celebra otro placer humano cuando empareja a las centáurides con apuestos centauros y uno de los ángeles cierra una cortina para que no veamos qué ocurre. Pero quizá sea solo una interpretación adulta mía, porque lo que se ve en pantalla es perfectamente inocente.
‘La danza de las horas’, compuesta por Amilcare Ponchielli para la ópera ‘La Gioconda’, es el segmento menos atractivo del conjunto, aunque también saca un enorme partido de la música y el trabajo de animación de los animales bailando es excelente.
Finalmente asistimos a la interpretación animada de dos composiciones unidas: ‘Una noche en el Monte Pelado’, de Modest Músorgski; y la ‘Tercera canción de Ellen’, el lied de Franz Schubert conocido como el “Ave María”. Esta valiente contraposición de profano y sacro, de maldad y virtuosismo religioso, es un brillante cierre de la función. La primera parte, que ilustra al demoniaco Chernabog y su cohorte de espíritus malignos, es un espectáculo visual que anticipa a algunos de los más impresionantes villanos de Disney. La segunda, en cambio, ofrece un contraste absoluto al mostrarnos, de la manera más sencilla y minimalista posible, un grupo de monjes que caminan con antorchas hacia las ruinas de un castillo. Este fragmento muestra una vertiente del estudio muy poco explorada por sus escasas posibilidades comerciales, pero es de una gran belleza y expresividad.
Hasta la llegada de Fantasía 2000 (1999), esta película quedó como un rara avis en la filmografía de Walt Disney Studios, un logrado experimento que se ha ganado su condición de clásico esencial de la historia de la animación. Al fin y al cabo, era lógico que el estudio que debe buena parte de su popularidad a la sincronización de movimiento y banda sonora -procedimiento estrenado en El botero Willie (1928)- fuese el que emprendiese un proyecto como Fantasia y que le saliese tan bien.
Su génesis fue el segmento The Sorcerer’s Apprentice (El aprendiz de brujo), originalmente concebido como un corto para relanzar la popularidad de Mickey Mouse. Sin embargo, en vista de que su coste se disparó y hubiera sido imposible recuperarlo como cortometraje independiente, Walt Disney decidió incluirlo en una película basada en la misma idea: aunar animación con piezas de música clásica. La misma que llevaba tiempo explorando en la saga Silly Symphonies.
Aún con el éxito de Blancanieves y los siete enanitos, es admirable que el estudio propusiese un proyecto de naturaleza experimental y de enfoque vanguardista, pues una cosa era realizar cuentos de hadas y otra que el público acudiese en masa a ver una obra tan singular. Y el caso es que inicialmente fue un fracaso que solo recuperó la inversión, décadas después, gracias a los reestrenos que Walt Disney Studios realizaba regularmente de sus films. Lástima que la tibia respuesta comercial truncara una vertiente más osada del estudio que, Pixar aparte, se echa de menos en el Disney actual.
Fantasia comienza presentando a la orquesta con una versión orquestal de ‘Tocata y fuga en re menor’, de Johann Sebastian Bach. Inicialmente vemos las diferentes partes de la orquesta en un fragmento que puede servir como material didáctico para los profesores de música de primaria y secundaria. Tras unos minutos, asistimos a una pieza de animación abstracta de lo más sugerente.
A partir de entonces, la película mantiene siempre la misma estructura: el crítico y compositor Deems Taylor presenta el fragmento que vamos a ver y da paso a la orquesta, que dirige Leopold Stokowski. En ocasiones las introducciones de Taylor son redundantes porque la animación no precisa de explicación, pero vienen bien para separar los segmentos, aportar variedad y arrojar luz sobre las más conceptuales piezas.
El segundo segmento es ‘El cascanueces’, de Piotr Ilich Chaikovski. La animación combina hadas y otras criaturas fantásticas con imágenes de la naturaleza que muestran los cambios de estación. No es el más aventurado desde un punto de vista artístico pero es, junto con el que le sigue, el que más posibilidades tiene de agradar a los niños.
Ese tercer fragmento es el más popular, ‘El aprendiz de brujo’, de Paul Dukas, un alarde de imaginación con Mickey Mouse como ese brujo inexperto que pierde el control de una obediente escoba a la que acaba de dar vida. La música y el movimiento están tan bien sincronizados que, una vez más, crea la ilusión de que la banda sonora fue creada a posteriori.
Le sigue ‘La consagración de la primavera’, de Ígor Stravinski, la más vanguardista de las composiciones incluidas, que está justamente acompañada por la más ambiciosa de las animaciones. Es un relato que condensa la creación de la vida, desde las criaturas unicelulares hasta los dinosaurios, y que saca un enorme partido de la amplitud dinámica y tonal de Stravinski. Este es el tipo de segmento que explica por qué el film no fue un éxito, pues al público infantil es poco probable que le entusiasme una propuesta así. En cambio, para nosotros, adultos amantes de la animación, es una delicia.
El quinto segmento, apoyado en la conocida como “Sinfonía Pastoral” de Ludwig van Beethoven, parece al inicio uno de los más infantiles. Sin embargo, progresivamente se va convirtiendo en una bienvenida celebración de la vida y del hedonismo -no falta el Dios Baco-. Además, incluye desnudez, algo inusual en Disney, aunque los pechos de las centáurides no tienen pezones -no se vaya a escandalizar alguien- y son rápidamente tapados con flores. Eso sí, junto con el baile o la bebida, parece que también celebra otro placer humano cuando empareja a las centáurides con apuestos centauros y uno de los ángeles cierra una cortina para que no veamos qué ocurre. Pero quizá sea solo una interpretación adulta mía, porque lo que se ve en pantalla es perfectamente inocente.
‘La danza de las horas’, compuesta por Amilcare Ponchielli para la ópera ‘La Gioconda’, es el segmento menos atractivo del conjunto, aunque también saca un enorme partido de la música y el trabajo de animación de los animales bailando es excelente.
Finalmente asistimos a la interpretación animada de dos composiciones unidas: ‘Una noche en el Monte Pelado’, de Modest Músorgski; y la ‘Tercera canción de Ellen’, el lied de Franz Schubert conocido como el “Ave María”. Esta valiente contraposición de profano y sacro, de maldad y virtuosismo religioso, es un brillante cierre de la función. La primera parte, que ilustra al demoniaco Chernabog y su cohorte de espíritus malignos, es un espectáculo visual que anticipa a algunos de los más impresionantes villanos de Disney. La segunda, en cambio, ofrece un contraste absoluto al mostrarnos, de la manera más sencilla y minimalista posible, un grupo de monjes que caminan con antorchas hacia las ruinas de un castillo. Este fragmento muestra una vertiente del estudio muy poco explorada por sus escasas posibilidades comerciales, pero es de una gran belleza y expresividad.
Hasta la llegada de Fantasía 2000 (1999), esta película quedó como un rara avis en la filmografía de Walt Disney Studios, un logrado experimento que se ha ganado su condición de clásico esencial de la historia de la animación. Al fin y al cabo, era lógico que el estudio que debe buena parte de su popularidad a la sincronización de movimiento y banda sonora -procedimiento estrenado en El botero Willie (1928)- fuese el que emprendiese un proyecto como Fantasia y que le saliese tan bien.
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